Es imperativo que les platique mi último encuentro cercano con el lado oscuro.
Mientras a Monterrey llegaba un frente frío que disminuyó diez grados la temperatura en menos de cinco horas, mi avión se encontraba en el aire con la intención de aterrizar en la Sultana del Norte luego de haber despegado del DF.
Después de cuarenta minutos de vuelo y ya casi llegando a MTY, el piloto nos pidió abrochar cinturones porque se avecinaba turbulencia. Ésta desagradable condición aeronáutica, que aún me tiene mareado, duró aproximadamente 15 minutos NONSTOP.
Al iniciar el descenso, la tripulación desapareció (nadie sabía donde estaban las aeromozas aún y cuando los vasos y cacahuates de la mayoría de los pasajeros se encontraban tirados y rodando por el piso) y el avión se comenzó a tambalear más y más. En ese momento me arrepentí de haber pedido jugo de naranja y no una
cerveza. El avión se tambaleaba como barco camararonero en altamar. Empezó a oler a miedo.
Las reacciones no se hicieron esperar, una señora sacó un rosario, varias comenzaron a rezar, los niños a llorar y muchos pasajeros a exclamar en voz alta una -ahora graciosa- gran cantidad de vituperios y otras frases propias del que ve la muerte ante sus ojos: Que alguien nos ayude, Ay diosito santo, Qué está pasando. Aunque sinceramente, lo más común fue un sonoro: No mames, no mames, algo indigno para un pueblo guadalupano como el nuestro.
Yo pensé de todo. Lo primero: No puede ser que esto esté pasando. Segundo: Que bueno que estoy cerca de una salida de emergencia. Tercero: ¿Cómo se abre la salida de emergencia?. Cuarto: ¿De que llora esta señora que está al lado mío, ella como quiera ya vivió, pero yo, un joven de 22 con toda la vida por delante...
Nos aproximamos cada vez más a la pista de aterrizaje de emergencia del aeropuerto Mariano Escobedo, pero los tambaleos en el avión seguían y cada vez eran más pronunciados. Me alarmé más cuando pude observar por la ventanilla del asiento 17A una larga fila de ambulancias y carros de bomberos aguardando a una prudente distancia de donde se suponía iba a aterrizar nuestro avión.
Yo sabía que algo iba a pasar, era demasiado obvio que el avión le iba a llegar muy descompuesto a la pista. Por las ventanillas a veces se veían la luces de la ciudad y luego desaparecían, muestra de que el tambaleo era sumamente pronunciado a una altitud ya francamente baja.
Cuando las llantas tocaron la pista, el avión siguió descompuesto y comenzó a derrapar. Los motores se prendieron al máximo para intentar frenar el ya inminente peligroso aterrizaje. Nos derrapamos como un vocho, rodaron miles de cosas por el piso del avión. Pero no fue necesario utilizar la capacidad extingue fuegos del cuerpo de bomberos. Las ambulancias sólo para algunos shockeados.