
Es octubre, o era, y con el dos de noviembre enfrente, la sensación de que hay que preocuparse más por los siguientes 12 meses que por los dos que faltan es irresistible. Los altares están poblando la Ciudad; es evidente que la diferencia socio cultural entre el norte y este inmenso centro es abismal, aquí huele a cempazúchitl, allá a dulce empapelado. Sin embargo, he notado una curiosidad en el diseño cultural en el consciente colectivo capitalino: si no hay ofrendas, no eres México. Más: el culto a la muerte tiene que estar comprometido con algo. Las ofrendas de muertos más importantes e imponentes en la Ciudad: la de la UNAM y la del Claustro de Sor Juana, por decir dos, traen línea: la de la UNAM maneja el tópico oaxaqueño; la de las monjas Jerónimas la situación de las maquilas en Juárez...y sus muertas. El D.F es el buffer psicosocial de todo México, así es como se siente estar aquí. La inocencia, banalidad y cotidianidad de ciudades más pequeñas se ha perdido, aquí no existe. Se percibe en la apreciación de la muerte, en el color anaranjado y amarillo intenso, un afán por construir a México desde aquí. Faltan los altares más pequeños, los más importantes. Como el dedicado a mi Tía, que seguramente ya tiene un espacio en la casa de mi abuela.